lunes, 9 de julio de 2012

La máscara

          El castillo se encontraba en  ruinas. La escalera interna que debió ser muy bella, tenía los escalones de madera carcomidos y de la baranda solo existían unos cortos tramos. A pesar de ello el hombre se arriesgó y subió como pudo hasta el piso superior. Recorrió un largo pasillo a oscuras. El olor a humedad,  a podrido  hacían el aire irrespirable, pero tenía una meta fijada hacía mucho tiempo y no le importaban los obstáculos.
Finalmente llegó a lo que supuso era la biblioteca. Tuvo que forzar la puerta, pero los herrajes estaban tan oxidados que cedieron rápidamente y cayeron al piso.
Los estantes cubiertos de libros se veían  enmohecidos, con polvo y grandes telas de araña.  Abrió con esfuerzo los ventanales y la luz entró de lleno. ¿Cuántos años haría que estaban cerrados?
Comenzó a buscar. No tenía idea de dónde podría encontrarla.  Revolvió cajones llenos de excrementos de ratas y murciélagos. Sacó libros que se deshacían al simple contacto con la mano. Durante varias horas hurgó minuciosamente todo lo que se encontraba en la biblioteca del abandonado castillo  del Marqués Colbert. Desorientado se  sentó a descansar un momento en un destripado sillón y al darse vuelta  la vió. Allí estaba ella.  La máscara.  Apoyada en uno de los estantes más pequeños, apenas se la veía.
Hacía tantos años que la buscaba y ahora  la tenía frente a él. Su tamaño podía ser el de la cara de un hombre común. La tomó entre sus manos con cierto temor. Amigos y familiares se reían  de él diciendo que  estaba loco,  que dedicaba la vida a una búsqueda inútil, pero sabía que si la encontraba se haría de una cuantiosa  fortuna. Corría la voz de  que sus antiguos dueños para protegerla, aseguraban que estaba embrujada. Por supuesto  él, no creía en esas cosas.  Era una leyenda que luego se había transmitido durante tres generaciones. En días gélidos y al  calor del hogar, se contaban historias de muertes terribles causadas por la máscara. Creció con la obsesión de encontrarla, sobre todo cuando supo que estaba cubierta de esmeraldas,  rubíes y zafiros de azul intenso.
Pero en ese momento se la veía tan sucia que hasta dudaba si se trataba de la máscara original. Miró a su alrededor y divisó un escritorio. Tiró al piso de un manotazo todo lo que se encontraba en su superficie y abrió un maletín con todas las herramientas que había traído. Comenzó a limpiarla con un paño y unas substancias que iba sacando del maletín. Al rato comenzaron a aparecer unos brillos. Esos reflejos  hicieron crecer su  entusiasmo y entonces limpiaba con más ahínco.
Su  padrino le decía de niño que la máscara ya tenía varios muertos en su haber. ¿Quién  podía creer esa tontería? Finalmente  quedó limpia y observó en detalle cómo estaba construida. La base del rostro  estaba hecha en oro de un buen espesor y en la frente le colgaba una hermosa  diadema de esmeraldas enormes. ¿Cuánto podrían darle por cada esmeralda? Pero además a los costados se veían unas flores muy trabajadas compuestas de rubíes y zafiros de un azul que encandilaba. ¡Era bellísima! No llegaba siquiera a  imaginar lo que podrían pagarle por esta cantidad de piedras preciosas más el oro de la base. Deslumbrado pensaba:
-Vamos a ver que me dicen ahora que la encontré, todos esos pájaros de mal agüero.
Los ojos de la máscara eran dos huecos de forma achinada. Allí no había más que dos orificios. ¿Estaba un poco mareado con el brillo de las piedras o veía visiones? Le parecía que los dos agujeros de los  ojos huecos lo miraban. No solo miraban, sino que hasta le parecía ver en ellos un dejo de burla. Verdaderamente estaba muy cansado, días buscando este lugar,   casi sin comer ni dormir. Eran ideas suyas.
Lo importante es que  ya había concluido la búsqueda y ahora el tema era llevarla a Londres,  donde tenía buenos contactos para desarmarla y vender piedra por  piedra. Acondicionó una caja con algodones y estaba tratando de acomodarla en ella cuando de nuevo tuvo la sensación de que los ojos huecos lo miraban con sorna.
En ese instante tuvo un impulso que parecía no provenir de su propio cuerpo. Sus  manos se aferraron una a cada costado de la máscara y aunque él no lo deseaba,  querían colocar la máscara en su rostro.
Hizo todo el esfuerzo que pudo, no quería colocarse la máscara, pero sus manos no  obedecían la orden de su cerebro y con terror veía como máscara y  manos  se acercaban cada vez más a su rostro. Movía la cabeza con desesperación tratando de eludirla, pero no hubo caso.
Finalmente con un golpe brusco la máscara se  incrustó en su rostro. Atormentado, quería sacarla, pero sus manos, que ahora sí le volvían a obedecer, no tenían la fuerza suficiente. Estaba totalmente adherida a su cara. Quería gritar, pero no podía. Ahí se dio cuenta de que no existía cavidad para la boca y tampoco para los orificios de la nariz. Las únicas cavidades que tenía la máscara, eran las de los ojos rasgados, que a esta altura  reían maliciosamente. Comenzaba a faltarle  aire y seguía insistiendo en quitársela con las manos. Ya casi no podía respirar más. Se dio cuenta en ese instante fatal,  que había llegado su fin.
Cayó al suelo y luego de varias convulsiones quedó muerto. Fue entonces cuando la máscara se desprendió suavemente del rostro y rodó al piso, lista para su próxima víctima.
                                                                                                             Gely Taboadela              

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