jueves, 15 de noviembre de 2012

VIDA


I

Horadar la tristeza.

Silenciosa y oscura,
            sigo la luz del relámpago
y acaso, todavía
                           vivo.

II


Hago girar la rueca
                               hilando, hilando
el invisible torbellino
                                 de emociones.
Inexorable,
                 la vida
                              tira de mí.

III



Te deslumbras
te sorprendes
te acomodas
te ilusionas
resplandeces
te desbordas
te desvelas
te sofocas
te adormeces
te escondes
te camuflas
te conformas
te desgarras
te rebelas
te animas
te inflamas
floreces
te abalanzas
te entregas
te prodigas
te rompes
te repliegas
te interrogas
te aterras
te conmueves
te despides
compadeces
acompañas
te despojas


Aprendes y
                 renaces
                             cada día.


Inés Aguirre
2012


jueves, 8 de noviembre de 2012

CONVERSACIÓN CON MI PADRE V

 LA CASA GRANDE


En la casa grande había una escalera
por donde un poco más y se llegaba el cielo.
Allí, en aquel paraíso acanalado,
los árboles y los  gorriones se podían tocar
ramas y voceríos y bolitas peludas y sombras allá abajo
y libertad rugiendo en la tarde profunda―.
Allá en la casa grande había un cuarto con novelas de
                                                       [la Dama de Negro                                                                   
y una bella ventana que daba hacia el vacío.
Había abuelos, tías, otros parientes complicados
(segundos o terceros pero fundamentales):
don carlos, con su ojo vacío y un millón de fantasmas,
su razón que se fue y lo dejó esperando
en medio de las gallinas, entre las bobas higueras
y el sombrío galpón con su olor inmortal a cemento.
Allá en la casa grande había suaves patios cubiertos por
                                                     [el verdor de las uvas.
Había aquella sala y el reloj donde suena toda mi infancia
(reloj que ya no suenas y que alguien se llevó)
y había un piano en esa sala, donde incontables sillas
                                                     [enfundadas de blanco
recibieron los novios impecables, las ancianas amigas
                                                        [que ya no volverán.
¡En la casa grande!, ¡en la casa grande! Había retratos
de personas muy serias que no existieron nunca,
había camas imponentes como el palacio de justicia,
roperos con espejos donde cabía el alma,
había un sótano con arcones y espadas de Sandokán
y un comedor con un trinchero abarrotado de maravillas
(en la mesa cabían todos los dioses del Olimpo:
Allí comieron el distante, entonces no sabido, milagro de estar juntos),
y aquel zaguán donde ya nunca resonará mi llanto,
y la puerta por donde nunca más entraré.
Allí quedó tras esa puerta mi equipaje.
La casa grande no era el mundo

Raúl g. Aguirre
1964





LA CASA GRANDE


Recorrí por última vez los desolados cuartos de la planta alta, silenciosos, extrañamente despojados de los objetos y muebles queridos. Toqué las paredes vacías que ya tenían nostalgia de los cuadros que las vistieron.
En mi dormitorio, el cuarto de flores amarillas, me asomé a la ventana y vi ese jardín en el que casi hubo un mundo. De pronto me sorprendí al  escuchar la música de los Bee Gees mezclada con Serrat saliendo atronadora desde mi Winco; me vi sentada al escritorio como tantas veces haciendo la tarea de alumna ejemplar; me vi  acostada en la cama leyendo novelitas rosas y tejiendo sueños románticos mientras desde las paredes me saludaban ídolos adolescentes; me vi en el último día que viví allí, vestida de blanco, partiendo ingenua y felíz para estrenar una vida.
Bajé la escalera de madera y llegué a la cocina,  siguiéndole el rastro a un olor tan conocido como añorado: y entonces la vi, a mi madre, con su viejo delantal de colores, rodeada de cacerolas humeantes preparando la fiesta del puchero.
Salí al jardín y me senté en el banco de plaza de madera blanca, me pareció que también estaba mi abuela que tantas veces se sentaba allí, y sentí que me acariciaba suavemente el pelo. En medio del silencio, me dejé invadir por los recuerdos, y todas las imágenes y todos los olores y todos los sonidos vinieron a mí para recordarme mi historia.
Me pareció sentir el aroma de los jazmines, de la retama, de las madreselvas y al mismo tiempo vi una pareja enamorada inventando un jardín que perdura para siempre.
Escuché el canto de calandrias y bichos feos, el lejano traqueteo del tren y el ruido sordo de los aviones sobre mi cabeza; la máquina de cortar el pasto un domingo por la mañana, el repiqueteo de la vieja  máquina de escribir de mi padre mezclado con una sinfonía de Mozart; el crepitar de los leños en la estufa de la sala en domingos de invierno; el choque de las copas en los innumerables brindis junto a las voces de los seres queridos; la música de los grillos en las noches de verano y nosotros acostados en el pasto contemplando las estrellas mientras nuestro padre nos enseñaba la poesía de las constelaciones; voces añoradas cantando tantas veces un feliz cumpleaños; el ruido de petardos y fuegos artificiales que iluminaban nuestras fiestas navideñas; el ladrido lejano de algún perro vecino; el botellero gritando “algoo para vendeer botelleeeerooo”.
            Y también el jardín se llenó de imágenes y entonces pude ver el asado cocinándose en la parrilla con la sucesión de dedicados asadores; navidades y años nuevos con niños persiguiendo luciérnagas y a esos mismos niños jugando y corriendo felices en tantas fiestas de cumpleaños; el inquietante pozo ciego a donde iban a parar impredecibles objetos y que llenaba de pesadillas mis sueños infantiles.  Repasé en mi mente tantos árboles queridos: la higuera cuyos higos se volvían dulce en una inmensa olla que con paciencia revolvía mi madre, el sauce bajo el cual comíamos asados festejando el milagro de estar juntos, el limonero generoso, los perfumados ciruelos, el cedro pródigo en bellísimas rosas de madera que mi madre regalaba con amor.  Ví de pronto a un pequeño Tarzán subido a lo alto de ese mismo cedro con su honda lista para cazar desprevenidos gorriones y consolé a mi madre, que lloraba la tristeza de tener que hacerlo cortar; sonreí con ternura al ver a mi padre arrancando yuyos con su infinita paciencia y seguramente pergeñando en su mente un nuevo poema; ví a mis hijas   buscando emocionadas huevos de pascua escondidos; me volví niña y jugué con mi amiga Silvina: hicimos tortitas de barro para las muñecas, buscamos bichos bajo las piedras,  jugamos con la manguera, nos disfrazamos; finalmente, me acerqué a la tumba de las diversas mascotas familiares, ahora cubierta por piadosas flores y las recordé a todas y cada una.
Entré en la casa nuevamente y entonces me asaltó el fantasma del piano y a mi padre tocando en él melodías inventadas; lo ví también sentado ante su escritorio, escribiendo a mano con el eterno mate; lo ví en la mañana temprano, escuchando las noticias que le daba Magdalena mientras hacía en la alfombra sus ejercicios de gimnasia; ví a la familia reunida, muchos años después, tomando un chocolate un 9 de julio mientras a través de la ventana se veían caer inusitados copos de nieve; me paré al pie de la bella escalera y escuché  sin querer  la voz de mi padre casi gritándole, con inmensa alegría, a mi madre que lo escuchaba desde arriba :“Martaaaa, te amoooo”; me ví pequeña, junto a mis padres, escuchando compenetrada el cuento de Pedro y el Lobo que salía del tocadiscos y me ví  en un frío domingo de invierno, ¡hace tanto ya! escuchando de ese  mismo tocadiscos la música de Tristán e Isolda mientras mi padre me contaba la triste historia de amor; la ví a mi madre cortando moldes de costura en la gran mesa del comedor y casi sin querer nos ví a todos juntos también en esa mesa, comiendo las cosas ricas que traía mi abuelita Inés y siendo felices porque todo era sencillo entonces.
Finalmente,  miré todo por última vez, dejé que cada recuerdo volviese a su lugar, cerré la puerta y dejé allí mi historia para siempre.

Inés Aguirre
2012