Esa mañana, al despertar en el cuarto de los
niños, había sangre en la ropa, en las
sábanas, por todos lados.
Fue en el verano del 48¨. Vivíamos en San Isidro en la
casa contigua al negocio de restaurante
de mi padre, situado en una esquina, a 50m. de la estación de tren. Mi tío, hermano de mi padre y su familia se
instalaban en casa para trabajar en la temporada desde Diciembre hasta Marzo,
debido a la gran concurrencia de gente que circulaba hacia el Hipódromo de San
Isidro.
El verano era la estación que más me gustaba.
Eran las vacaciones de la escuela, íbamos al río con mi abuela, mis hermanas y primos. Jugábamos
con mi primo Beto, algo menor que yo, a
la “bolita”, con las figuritas o las
carreras de autos. Aunque no eran juegos de “nena”, mi madre no me decía nada,
con tal de que estuviéramos en paz.
Era el
tiempo en que las madres nos revoleaban “la zapatilla” para dirimir peleas y
cada uno a su lugar, las anginas se
curaban entintando un hisopo con Colubiazol y la indigestión estomacal con las
cucharadas de la horrible leche de magnesia Phillips.
Sin
embargo mi primo Beto era muy competitivo. Como varón no
aceptaba perder en algo y nos peleábamos mucho, trenzándonos de mano, puntapiés
y tiradas de pelo hasta que venían a separarnos. Era muy consentido por su mamá
y a él no lo retaban. En cambio yo era la que ligaba las palizas porque la
situación la sacaba de quicio a mi madre. Mientras, Betito lloraba haciéndose
la víctima. La maldad en sus ojos, me atemorizaba.
A Beto le habían regalado para Reyes, un juego
de dardos para tirar al blanco, por supuesto que no lo prestaba, pero hacía ya
un mes desde ese día, que lo veía
practicar tirando esos dardos bastante
filosos y que clavaba cada vez con más precisión en el centro del círculo de
colores. Mi madre me había advertido que
no me acercara porque era un juego muy peligroso.
Pero la pelea más grave fue la de Febrero en los
carnavales. Siempre en mi casa se acostumbraba a jugar al “carnaval”. Los más chicos usábamos jarros y los grandes
a baldazos. Era un festejo esperado para reírnos y disfrutarlo.
Cuando se terminó el plazo que nos fijaba mi madre,
se armó la trifulca. Mamá nos cuidaba mientras duraba el juego para que no nos
lastimáramos, porque ya sabía que los varones generalmente empleaban la fuerza bruta.
A Beto se le había acabado el agua y
nosotras lo gastamos, él me puso un balde de sombrero, pero yo le había tendido
una trampa para que se acercara, haciéndole
creer que yo tampoco tenía agua. Saqué el balde lleno que tenía
escondido y alcancé a echárselo encima. ¡Era lo peor que podía haber hecho
porque “la venganza sería terrible”!
-¡Ganamos! Gritábamos nosotras. Él estaba rojo de rabia.
Después de cambiarse, apareció con los dardos
y apuntándome a mí, gesticulaba:
“esta noche me las vas a pagar”. Yo no le di importancia, levanté los hombros y
me fui con Chabela, mi prima mayor, a escuchar las novelas de la radio. A la
noche nos fuimos a dormir como siempre. Nos habían puesto a las dos en la habitación
que comunicaba con la de mis padres con quieres dormían mis dos hermanas menores Inés de 6 y Luly que era una beba de casi dos años y apenas caminaba.
Me sentía
inquieta, a cada rato me acordaba de la cara de mi primo y también me sentía
culpable por trampearlo y no me animaba
a acusarlo por la amenaza que me hacía con el dardo. Pensaba que nadie me iba a hacer caso. Sabía
que yo también era mala, una peleadora y sentía que debía sufrir el castigo. No
podía dormir, miraba la puerta doble vidriada, que daba a la galería, en eso vi
una sombra que se acercaba. Solo era
alguien que iba al baño. Volví la cabeza a la almohada y creí escuchar que
alguien bajaba la manija. Por fin me
venció el cansancio, me dormí y tuve una pesadilla. Soñé con mi primo que se acercaba sigilosamente con el
dardo para pincharme… lancé un grito… y me desperté asustada. Era de día. Nosotros dormíamos en una salita que daba a
la calle, no tenía ventana, pero sí una doble puerta de madera con una
banderola arriba. Por ahí se filtraba la luz del sol atenuada por un papel madera que la cubría, además la puerta de
vidrio de la galería tenía visillos que también atajaban la luz. Me senté en la
cama, angustiada por el sueño. ¿Era cierto? pensaba y bajé la vista hacia mi cuerpo. Todo estaba manchado,
el pijama, las sábanas, Me tocaba por todos lados, ¿dónde estaban las
heridas? gritaba, lloraba sin parar. Se despertó mi prima. Ella también estaba
toda manchada, se miraba las piernas y se levantaba el camisón buscando de donde venía la sangre. Yo no me
animaba a bajar de la cama, temía encontrar un muerto a mis pies.
Hasta que grité
fuerte: - ¡mamaaaaa!... vení!...-
Y ahí fue todo uno. Mi madre que entra a la habitación
asustada por mis gritos:
_ ¡Qué pasa! ¡Qué
pasa ¡- trataba de ver en esa semipenumbra, mientras, tanteaba la pared para
buscar el botón de la luz .Miraba y no entendía nada. Vio las manchas rojas en las sábanas .y dio un
grito desgarrador. Despertó al resto de la familia. Entonces… supimos la verdad…
Atrás, parada
en el marco de la puerta con la cara también manchada, avanzó tranquilamente con sus pequeños pasos, mi hermanita,
esgrimiendo en su mano el arma asesina: un frasquito de
colubiazol.
Raquel Micheli