miércoles, 1 de agosto de 2012

PRESA

El águila estira sus alas cuando las primeras luces rojas aparecen en el horizonte. Limpia las plumas cuidadosamente mientras ve crecer el sol. Se eleva hasta el peñasco más alto y sus ojos de hielo azul eligen la aldea  al pie del risco.

Detrás de una ventana una mujer ve partir al viejo montado en su caballo. Mientras lo ve alejarse por el camino, espera detrás de esa ventana que el sol se asome, que clave las agujas en los campos, y que en el alféizar el malvón sangre sus mejores flores. Espera una oportunidad.

Flecha ondulante en el viento, desplegada su magnífica envergadura, se entretiene entre las capas de aire, planea, asciende, desciende, sin perder de vista su propia sombra veloz sobre los sembradíos amarillos. 

Frente al espejo se arregla el pelo, lo sujeta con broches y una cinta, se le llena la boca de saliva con la promesa de la piel ardiendo y de los labios húmedos, entreabiertos como los malvones con rocío. Se acerca el momento.

El pico torvo y fuerte necesita alimento, necesita el reto de unos jirones de carne, necesita estirar sus patas encogidas como tren de aterrizaje, necesita clavar esas garras rápido, antes de que la víctima advierta que es cazada. 

Con el sol ya fulgurante en el azul perfecto, ella corre por el campo hasta el granero, haciendo flotar la mata rojiza sobre los hombros. Corre, y no sabe si los latidos desbocados son por la carrera, la felicidad o el miedo. Entra y cierra de un golpe el portón de chapa. Busca entre las parvas y el olor de los caballos la silueta morena. 

Elige su presa, se lanza en picada. Los gemidos remontan el aire en un revuelo de plumas. Contra el azul luminoso de oro mediodía una incomprensible forma asciende en hilachas rojizas.
                                                                                                      
                                                                                                             Mónica Cincinnati

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