miércoles, 8 de agosto de 2012

La Morgue

           Ignacio llegó a la Morgue como todos los días, a las 8 de la mañana. Abrió la puerta del laboratorio, encendió las luces y  prendió el mechero bunsen. Vertió agua de la cañilla en un vaso de precipitados y lo puso a hervir. Primero y principal  preparar un buen café. Tenía dolor de cabeza. Tanta cerveza le había hecho mal.
            Mientras el agua empezaba a burbujear, se acercó al escritorio y miró la bandeja de expedientes. Había uno aguardando.
Hacía un año  que venía a la Morgue todos los días, para obtener el título  de Médico Forense. Una especialidad muy dura. Hasta ahora le había tocado ver cosas terribles: crímenes,  ancianos muertos en la calle, accidentados, niños muertos por el frío, etc. Empezaba a dudar si había elegido bien la especialidad.
En su familia  todos eran policías.  El  padre sargento, su hermano comisario… Daban por sentado que seguiría los pasos de su hermano, ingresando a la Escuela de Suboficiales de la Policía.
Pero a Ignacio no le interesaba ninguna rama de la policía. El quería ser médico. La familia resignada  aceptó, aunque luego de obtener el título, su padre volvió a insistir. Finalmente a  través de conocidos, consiguió para él,  una pasantía dentro del Cuerpo Forense. ¿Quería ser médico? Bueno,  que fuese un Médico Forense.
Ignacio aceptó resignado y  sin  entusiasmo.  No pasó mucho  tiempo cuando comprobó algo que sospechaba: Le angustiaba  trabajar sobre muertos. El no había estudiado para eso.
Al principio comenzó con insomnio, luego a perder el apetito, más tarde  a salir de noche para no pensar y últimamente a  beber...Nunca podría llegar a ser como su jefe, el Dr. Robles.
Éste,  hombre de unos 55 años, parecía acostumbrado a todo. Podía estar abriendo un cadáver de arriba hasta abajo y mientras  contaba  un cuento pícaro. O bien, decía:
— ¿Que te parece si después nos vamos a comer aquí a la vuelta? El otro día pedí un matambrito al verdeo… ¡Era para chuparse los dedos!
A Ignacio la propuesta le revolvía el estómago, lo que menos deseaba  en esos momentos era comer.
— Bueno — pensó mientras terminaba el café—  Tendré que decidirme, soy joven y puedo empezar otra especialidad por más que  mi padre se enoje.
Abrió el sobre con el expediente Nro. 11.578 y leyó: Aurelia Espiner, 23 años.  Muerte dudosa. Cayó desnuda desde la copa de un árbol de 15 mts. de altura. Muerte instantánea.
— Que extraño— pensó. ¿Por qué se tiraría desnuda desde un árbol? ¿Habrá sido un intento de suicidio?
Tomó el Teléfono,  marcó el interno de  Intendencia y pidió  que le alcanzaran el Nro.11.578.
A los 5 minutos entró el ordenanza empujando la camilla tapada con una manta de dudoso color blanco.
Ignacio destapó los pies del cadáver para constatar  la etiqueta que pendía del dedo gordo del pie. Figuraba el Nro: 11.578. Tildó el número en su tablilla y destapó el resto del cuerpo. De pronto sintió  un fuerte mareo y tuvo que sostenerse de los bordes de la camilla para no caer.  
No podía creer lo que veía. Era una joven, demasiado joven y muy hermosa. La estudió detenidamente, desde la cabeza a los pies. Todo parecía perfecto. Poseía una belleza fuera de lo común: el cabello castaño, largo,  caía sobre la camilla por los costados de la cabeza. La piel clara  sin ser demasiado blanca. Una pelusa suave cubría sus brazos. Manos de dedos largos y uñas bien cuidadas. Las piernas torneadas, perfectas. Su impulso fue abrir los párpados para ver el color de los ojos, pero no se animó.
— ¡Por Dios! – exclamó angustiado.
— ¿Porque está muerta? — Preguntaba en voz baja
En ese instante se abrió la puerta y apareció el Dr. Robles
— Buen día Nacho — ¿Ya empezaste a trabajar? Mirá que sos puntual, eh?...
— ¿Que es esto?— preguntó sorprendido mirando el cuerpo que yacía en la camilla—  ¿Que le pasó a esta preciosura?
— Se cayó de un árbol— murmuró apenas Ignacio.
— A ver, pasame el expediente.
Comenzó a leer y a menear la cabeza.
— Ajá....huumm.. ajá — repetía el Dr. Robles mientras pasaba las hojas—  Lo mismo de siempre: drogas, alcohol,  descontrol... y luego hacen cualquier cosa.
— Bueno muchacho, manos a la obra. Abríla nomás— ordenó el Dr. Robles.
— No Dr. Yo no, yo no— repetía  Ignacio, mientras retrocedía hacia la puerta.
— ¿Pero que te pasa pibe?— preguntó fastidiado el Dr. Robles.
              ¡No cuente conmigo! ¡Renuncio! — gritó  Ignacio y se fue dando un fuerte portazo.
                                                                                                                         Gely Taboadela

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