martes, 30 de julio de 2013

Noche sangrienta



Esa mañana, al despertar en el cuarto de los niños, había sangre en la ropa,  en las sábanas, por todos lados.
Fue en el verano del 48¨. Vivíamos en San Isidro en la casa  contigua al negocio de restaurante de mi padre, situado en una esquina, a 50m. de la estación de tren.  Mi tío, hermano de mi padre y su familia se instalaban en casa para trabajar en la temporada desde Diciembre hasta Marzo, debido a la gran concurrencia de gente que circulaba hacia el Hipódromo de San Isidro.
El verano era la estación que más me gustaba. Eran las  vacaciones  de la escuela, íbamos  al río con mi abuela, mis hermanas y primos. Jugábamos con mi primo Beto, algo  menor que yo, a la “bolita”, con las  figuritas o las carreras de autos. Aunque no eran juegos de “nena”, mi madre no me decía nada, con tal de que estuviéramos en paz.
 Era el tiempo en que las madres nos revoleaban “la zapatilla” para dirimir peleas y cada uno a su lugar, las anginas  se curaban entintando un hisopo con Colubiazol y la indigestión estomacal con las cucharadas de la horrible leche de magnesia Phillips.
 Sin embargo mi  primo  Beto era muy competitivo. Como varón no aceptaba perder en algo y nos peleábamos mucho, trenzándonos de mano, puntapiés y tiradas de pelo hasta que venían a separarnos. Era muy consentido por su mamá y a él no lo retaban. En cambio yo era la que ligaba las palizas porque la situación la sacaba de quicio a mi madre. Mientras, Betito lloraba haciéndose la víctima. La maldad en sus ojos, me atemorizaba.
A Beto le habían regalado para Reyes, un juego de dardos para tirar al blanco, por supuesto que no lo prestaba, pero hacía ya un mes  desde ese día, que lo veía practicar tirando esos dardos  bastante filosos y que clavaba cada vez con más precisión en el centro del círculo de colores.  Mi madre me había advertido que no me acercara porque era un juego muy peligroso.   
Pero la pelea más grave fue la de Febrero en los carnavales. Siempre en mi casa se acostumbraba a jugar al “carnaval”.  Los más chicos usábamos jarros y los grandes a baldazos. Era un festejo esperado para reírnos y disfrutarlo.
Cuando se terminó el plazo que nos fijaba mi madre, se armó la trifulca. Mamá nos cuidaba mientras duraba el juego para que no nos lastimáramos, porque ya sabía que los varones generalmente empleaban la fuerza bruta.  A Beto se le había acabado el agua y nosotras lo gastamos, él me puso un balde de sombrero, pero yo le había tendido una trampa para que se acercara, haciéndole  creer que yo tampoco tenía agua. Saqué el balde lleno que tenía escondido y alcancé a echárselo encima. ¡Era lo peor que podía haber hecho porque “la venganza sería terrible”!
-¡Ganamos!  Gritábamos nosotras. Él estaba rojo de rabia. Después de cambiarse, apareció con los dardos  y apuntándome a   mí, gesticulaba: “esta noche me las vas a pagar”. Yo no le di importancia, levanté los hombros y me fui con Chabela, mi prima mayor, a escuchar las novelas de la radio. A la noche nos fuimos a dormir como siempre. Nos habían puesto a las dos en la habitación que comunicaba con la de mis padres con quieres dormían  mis dos hermanas menores Inés  de 6 y Luly que  era una beba de casi dos años y apenas caminaba.
 Me sentía inquieta, a cada rato me acordaba de la cara de mi primo y también me sentía culpable por trampearlo  y no me animaba a acusarlo por la amenaza que me hacía con el dardo.  Pensaba que nadie me iba a hacer caso. Sabía que yo también era mala, una peleadora y sentía que debía sufrir el castigo. No podía dormir, miraba la puerta doble vidriada, que daba a la galería, en eso vi  una sombra que se acercaba. Solo era alguien que iba al baño. Volví la cabeza a la almohada y creí escuchar que alguien bajaba la manija. Por fin  me venció el cansancio, me dormí y tuve una pesadilla. Soñé con  mi primo que se acercaba sigilosamente con el dardo para pincharme… lancé un grito… y me desperté asustada. Era de día.  Nosotros dormíamos en una salita que daba a la calle, no tenía ventana, pero sí una doble puerta de madera con una banderola arriba. Por ahí se filtraba la luz del sol atenuada por un papel  madera que la cubría, además la puerta de vidrio de la galería tenía visillos que también atajaban la luz. Me senté en la cama, angustiada por el sueño. ¿Era cierto? pensaba  y bajé la vista hacia mi cuerpo. Todo estaba manchado, el  pijama, las sábanas,  Me tocaba por todos lados, ¿dónde estaban las heridas? gritaba, lloraba sin parar. Se despertó mi prima. Ella también estaba toda manchada, se miraba las piernas y se levantaba el camisón  buscando de donde venía la sangre. Yo no me animaba a bajar de la cama, temía encontrar un muerto a mis pies.
 Hasta que grité fuerte: - ¡mamaaaaa!... vení!...-
Y ahí fue todo uno. Mi madre que entra a la habitación   asustada por mis gritos:
 _ ¡Qué   pasa! ¡Qué pasa ¡- trataba de ver en esa semipenumbra, mientras, tanteaba la pared para buscar el botón de la luz .Miraba y no entendía nada.  Vio las manchas rojas en las sábanas .y dio un grito desgarrador. Despertó al resto de la familia. Entonces… supimos la verdad…

 Atrás, parada en el marco de la puerta con la cara también manchada, avanzó  tranquilamente con sus pequeños pasos, mi hermanita,  esgrimiendo  en su mano el arma asesina: un frasquito de colubiazol.

Raquel Micheli

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